“¡¡Máteme como mató a mi padre!!”, fue el grito de aquella muchachita, que había bajado de un automóvil, cerca del número 48 de la calle de Tonalá. El senador Francisco Tejeda Llorca, que conversaba con algunos hombres, a pocos metros de su hogar, volteó. Ahí estaba aquella chamaca vestida de blanco, mirándolo con ojos donde ardía la rabia y la venganza. Sonrió con desdén el político. Mucho había vivido en los años revolucionarios para achicarse ante aquella escuincla, que venía a reclamarle la vida del diputado Jesús Moreno, asesinado dos meses antes.
Lo que no sabía Francisco Tejeda Llorca es que, junto a María del Pilar Moreno, estaba la muerte, dispuesta a cobrar su cuota del día. Era el 10 de julio de 1922.
Irritado, el senador se acercó a la adolescente, quien repitió su reclamo: “¡Máteme, máteme como hizo con mi padre!” Alzándose de puntas, la iracunda muchacha tomó por la solapa; él, brutal, la aferró por el brazo. Forcejearon. Tejeda Llorca quería obligar a la muchacha a arrodillarse. María del Pilar, animada por esa fuerza insólita que a veces inyecta al cuerpo humano el miedo cerval o la furia inmensa, logró sacar la pistola que llevaba en el bolsillo de la ropa, y disparó cuatro tiros contra el hombre que, semanas antes, había asesinado a su padre, y que gracias al fuero que como legislador poseía, permanecía impune.
Francisco Tejeda Llorca se desplomó, herido de muerte. Un amigo del senador, Manuel Zapata, quien, como se sabría, estuvo implicado en el homicidio del padre de la muchachita, se acercó a María del Pilar, le arrebató el arma, y le soltó un par de golpes. Después los testigos contarían que se escucharon algunas detonaciones más que no lesionaron a nadie.
El caos llenaba esa cuadra de la calle de Tonalá, en la entonces muy elegante y habitualmente tranquila colonia Roma de la ciudad de México; se buscaba un médico, se intentaba atraer a la Cruz Roja o a quien pudiera salvar al senador. Pero a Tejeda Llorca nada lo salvaría. María del Pilar Moreno estaba como en shock, aturdida, como cobrando apenas conciencia de lo que había hecho.
Un automóvil se detuvo, chirriando llantas, ante la escena del crimen. De él descendió doña Ana, la viuda del diputado Jesús Moreno y madre de María del Pilar. Logró, en un movimiento rápido, atraer a su hija, y alejarse del sitio a toda velocidad.
La madre de la muchachita pensaba a toda velocidad. Decidió que no había lugar más seguro, en lo inmediato, que las oficinas de El Heraldo, uno de aquellos periódicos surgidos al calor de la posrevolución, en el contexto de la ascensión de Álvaro Obregón al poder. Hasta su muerte, el diputado Moreno había sido director de aquella publicación.
Hasta aquellas oficinas llegaron los autos de la familia del difunto diputado y periodista. María del Pilar y su madre buscaron al nuevo director, a quien contaron los hechos. Ahora, aquella jovencita, de catorce años solamente, era una asesina. Había testigos, que seguramente querrían cobrarse la muerte del senador Tejeda Llorca. Se decidió que María del Pilar debería entregarse a las autoridades.
Custodiada por su madre y por el director del Heraldo, la muchachita llegó a la Inspección de Policía. Allí rindió declaración y se confesó culpable del homicidio del senador Francisco Tejeda Llorca.
En vista de que se trataba de una culpable de asesinato, confesa, que se había presentado ante las autoridades policiacas por propia voluntad, se resolvió encarcelarla, para echar a andar la maquinaria judicial. María del Pilar pasó la noche en una celda, acompañada por su madre.
No tardaron en llegar los partidarios del difunto, exigiendo venganza. No sabían que al llegar el caso al jurado popular, el veredicto no sería el que demandaban.